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Prólogo: La corta vida de la eternidad

Entre los roídos libros de la historia de España, un minúsculo nombre destaca entre el resto de autores. Una línea no trazada por la pluma del artista ni su legado, una línea firmada por su mismo ser, por su propia sangre.


Su nombre era Mariano José de Larra Sánchez, pero aún se pronuncia libertad. Inconformista por naturaleza, irónico por obligación. Sus pasos debían ser cautos ante las asfixiantes cadenas del régimen fernandista que no dejaban avanzar, que no dejaban pensar. Sin embargo, su tinta se deslizaba armónica a ritmo de revolución. Una revolución que todavía espera.


Fígaro defendió sus ideales como quién protege una rosa aferrándola sin temer a sus espinas, pues qué sentido tiene vivir si no es para cambiar las cosas.


Dicen que la ley de atracción es para siempre, que no importa cuánto hagamos, nuestros impulsos guiarán certeros unos actos inconscientemente fatales. Larra siempre estuvo condenado a moverse por el veneno que se disfrazó en amor. Saboreó eufórico a la muerte antes de conocerla, pues que fatídico es amar sin ser amado, que te amen sin amar.


Quizá nunca se haya planteado matar o morir por amor como cualquier romántico haría por su causa. Tal vez nuestro protagonista tampoco, pero lo hizo.

No importa si lo hizo bajo el seudónimo de Fígaro, Duende o pobrecito hablador, sus palabras siempre fueron mucho más. El primer periodista, tal vez el único, que criticó mordaz al sistema. Larra tiró la piedra y mostró la mano, pero la sociedad no quería mirar. El pueblo observaba ensimismado la elegante parábola del proyectil, pero en su propia esencia española, agachó la cabeza y continuó cómo si nada hubiera pasado, cómo si sufrir fuese lo normal, cómo si conformarse fuese lo correcto.

Anatomía de un dandy escribía Francisco Umbral para esbozar a su amigo. Larra solía caminar erguido impregnado con ese perfume a elegancia. El estilo no se discute, el terciopelo de su chaqueta tampoco. La seda monopolizaba hegemónica la palidez de su cuello mediante un distintivo pañuelo que decoraba ornamental su cortés vestimenta. No obstante, su palacio no eran sino las embarradas calles de Madrid.


El escritor era la reluciente perla de aquella concha destinada a las lóbregas profundidades del mar.

Su voz, casi tan profunda como su mirada, aún retumba melódica entre las esquinas de Madrid. También entre los jefes de prensa y mujeres que llegó a conocer. Larra tenía el don de la persuasión, exitoso aún sin hacerlo adrede. Sus empalagosos gestos hacían de una conversación la antesala de la lascivia. Sin embargo, era también una maldición pues solo una persona llenaba su vacío, aquella que caprichosamente no terminaba por sucumbir.


Querido lector, acompáñeme en este viaje por la vida del artista y no sólo de su arte, descubra el significado de sentir. Conozcámos al adulto que murió siendo un niño, al niño que vivió siendo un adulto. No le pido que crea, solo que dude pues cuando la duda exista, creerá.





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