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La historia de un volcán que nunca se apagó

Cumbre vieja sigue arrasando La Palma ante la sensación de que se puedo hacer más


Han pasado más de dos mes, pero el volcán sigue obstinado en vaciarse. Un vacío que parece no llegar nunca, aunque precisamente esta sensación ha estrangulado ya a casi 7.000 palmeros tras dejar sus vidas extraviadas bajo un río de lava que inexorable persiste en no pronunciar la palabra piedad. Hasta el momento, no hay heridos, pero sí heridas pues los daños en el pecho son los que más tardan en cicatrizar. Esta cicatriz, como la erupción, será histórica. Una historia que deberá contarse para dejar de cometer los mismos errores que arrastramos desde el pasado.


Su nombre es Teneguía, para muchos Cumbre Vieja y, aún siéndolo, se ha actuado como si esta cumbre acabará de nacer.

Los expertos reiteran que se trata de una erupción estromboliana de manual, casual, típica, fuera de rarezas y anomalías. Exageradamente devastadora, catalítica, destructiva sí, pero normal. Tan usual como aquella última vez que el volcán rugió en 1971. La penúltima de una sucesión de hasta diez, al menos por el momento.

De ese último grito agónico hacen ya 50 años y, aún así, el ser humano sigue empeñado en encajar el golpe antes de actuar. Esta vez uno incandescente propio de la zona volcánica en la que vivían, en la que sobreviven ahora. Una zona que aparentemente no tiene plan de emergencia, pese a la historia, ni se le espera, aunque el fuego vuelva a estar grabando su nombre en el relieve de una isla que le pertenece o, al menos, lo que quede de ella.


El volcán comenzó a escupir destrucción el 19 de septiembre tras una semana de actividad sísmica en la zona, el denominado enjambre sísmico. Desde el 11 de septiembre, provocados por la acumulación de más de 11 millones de metros cúbicos de magma que intentaban salir a la superficie, según datos del Instituto Geológico y Minero de España, se produjeron hasta 20.000 temblores en zonas próximas a Cumbre Vieja. Un zumbido que advertía, como ya sucedió en 1971, de la proximidad temporal de la catástrofe. La erupción no pregunta, pero avisa y esta vez, como hace 50 años, se siguió degustando la miel sin temer al enjambre.


No obstante, la sucesión de replicas, llegando incluso a una magnitud de 3.8 sobre las 9.9 calificables en la escala Ritcher, no fueron las únicas advertencias del volcán. El terreno se llegó a deformar hasta 10 centímetros. Una cifra inferior a los 40 centímetros que precedieron a la erupción submarina de El Hierro en 2011, pero que, aún así, delataba la tragedia.


Una tragedia escrita que no se pudo evitar, pero sí prever por una sociedad que parece condenada a repetir la historia, condenada a su propio afán por obviar las cosas hasta que duelen.

Es cierto que Cumbre Vieja no es un volcán al uso, ya que no tiene un único cráter como los colosos Teide o Etna, que nadie podía saber cuántos edificios destrozarían, cual sería su recorrido o espesor, pero escudarse en la impredecibilidad de sus consecuencias después de haber eludido sus avisos es cuanto menos negligente.


Quizá las casas estaban sentenciadas desde que la desgracia inundó La Palma con las calcinadas babas de lava que desembocaban de sus labios, pero la sociedad debió ser informada con suficiente antelación como para salvar al menos parte de las memorias de un sitio que desaparecerá incluso del recuerdo.


Y es que quizá en una semana no se pueda meter en una maleta toda una vida, pero en tan solo unos minutos la vida será la única maleta.

Los condicionantes estaban sobre la mesa, pero no se actuó. El volcán es impredecible, mostró como ya lo hizo hace 50 años sus advertencias, pero no se actuó. Se suceden las erupciones, la amplía mayoría con los mismos precedentes, pero no se actuó. Y ahora, La Palma es el desolado cementerio de aquellos recuerdos a los que solían llamar hogar. Un recuerdo, que como la historia, volverá a ser contado. De la humanidad depende que, al menos el error, no vuelva a ser repetido.









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