Hamelin no es el único lugar con ratas
- Fernando Fraile
- 15 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Refugiamos nuestras acciones en la supuesta libertad que nos otorga legítimamente el hecho de nacer. Pensamos, pensamos libremente.
Lo que no sabemos, o no queremos saber, es que en realidad creemos por nuestros los pensamientos de otros y no hay nada más opresivo que no ser ni capaces de saber que no pensamos.
Las manillas continúan recorriendo metódicas las huellas que ellas mismas dejaron y, aún así, la sociedad sigue embelesada en las falsas apariencias que la comunicación, tanto en el ámbito de la cultura del espectáculo como en la del consumo, trata de prologar aferrada a la titubeante llama de una vela que no subsistirá eternamente.
Los medios de comunicación corporativos, moviéndose por la ansiosa cadencia de sus fauces adictas al capital, buscan de forma constante el beneficio económico ligado a cualquier aspecto, por diminuto que parezca, exacerbando adictamente al progreso.
Un producto que hipócritamente consumiremos, desde nuestra cárcel de clientes, en la típica y mohosa bandeja gris, como si de la ración del día se tratara.
No obstante, su relevancia social transciende, o al menos debería, cualquier galería de monedas tan impregnadas por el frío color de la traición que incluso el propio Caronte rechazaría. Entre sus bastiones se debería alzar la responsabilidad de cohesionar a esta nuestra sociedad hacia el tan anhelado estado de bienestar.
Y es que estos corderitos tan mimados hace tiempo que huelen a lobo de lejos.
De hecho, estas empresas suelen aprovecharse de los movimientos sociales imperantes para proyectarlos en su publicidad y, así, potenciar sus ventas a corto plazo aunque realmente no se adhieran a la causa social mediante este denominado marketing con causa. Y es que ya no se reflejan medios de comunicación sino que entre el empañado cristal por el egoísmo solo se traslucen típicas empresas bajo el tópico de consumo desmedido y degradación, ya no solo medio ambiental.
Sentirse -que no ser- solidario se vende a un módico precio.
De hecho, cualquier precio sería justo si es capaz de desalojar de nuestra conciencia a la molesta culpabilidad. Los medios de comunicación, en este caso con el marketing con causa, solo nos proporcionan aquello que buscamos, aunque solo sea mediante una falsa percepción, ya que somos nosotros los que queremos vivir dentro de la mentira.
Pero esta mentira lleva a la trivialización de los mensajes sociales ante su normalización y, entonces, una vez consumidos todos los valores, no se podrán volver a usar pues no habrá ni siquiera una sociedad a la que salvar, deteriorada en cuerpo y alma. Pues estos nuevos medios de comunicación están acabando con algo tan natural como abstracto, la cultura.
Por lo tanto, la sociedad es tanto víctima como verdugo. El ser humano, tan simple, tan complejo, y esa necesaria sensación de sentirse integrados y aceptar convencidos, o al menos pareciéndolo, cualquier moda sigilosamente impuesta por muy irracional que parezca.
Es innegable la culpabilidad ligada a los medios de comunicación y la espectacularización de sus contenidos, en el caso de la cultura del espectáculo, obviando su responsabilidad de movilización de valores prosociales. Y es que de esta flor solo germinan pétalos, que pese al encanto de su estética, se encuentran marchitos. Los idénticos contenidos inciden sobre la forma más sencilla de sacar beneficio y sobre unos sentimientos capaces de distraernos mermando una capacidad de reacción que ya parece olvidada.
No obstante, es tanta, o incluso mayor, nuestra culpa debido a hacer que dicho bochorno repulsivo monopolice las cuotas de pantalla al ser quienes lo alimentamos.
Si queremos que en un futuro el contenido divulgado forme y eduque, debemos dejar de consumirlo pues somos nosotros el principal conducto por el que se propaga algo tan nocivo como adictivo. Pensar en el futuro no es de idealistas, es de ciudadanos. Pero estos ciudadanos hace tiempo que no paran de sonreír mientras su ciudad se consume entre las llamas.
Entre nosotros reside la verdadera responsabilidad de salvarnos.
Los medios de comunicación, sin importar su naturaleza de consumo o entretenimiento, deben de representarnos y dejar de actuar como empresas reales dentro de un tablero donde somos las marionetas que les facilita poder cada noche bañarse entre los arrugados billetes que nosotros mismos entregamos ilusos.
Debemos obviar esta felicidad utilizada como placebo que nos hace proseguir, pues aquí nada es los que parece. Despertar y sentenciar a todo medio que sacrifique al conocimiento o cultura a cambio de un consumo, aún más efímero que nuestra libertad, pues solo nosotros seremos capaces de cambiarlo. Un cambio que nos haga mejorar.
Todo ello gracias a nosotros, la sociedad, la opinión pública, y nuestra capacidad de bajar el dedo, con ese gesto tan de emperador romano, en este coliseo donde la reputación social lo es todo. Los medios de comunicación corporativos pueden ser la mayor arma o la mejor herramienta. De nosotros depende la definición de su naturaleza.

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