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El rey de la final marca el inicio de una nueva era

El FC Barcelona destroza al Athletic Club (4-0) en la final de la Copa del Rey encumbrado por un gran Messi que parece no querer despedirse


Existen muchos tipos de aficionados, tantos como apasionados que hacen del fútbol algo suyo: aquellos que necesitan estar en movimiento, que necesitan gritar cada acción, aquellos que se aíslan en su supersticioso santuario para analizar cada encuentro, aquellos que devoran bolsas sin piedad dejando a su paso un esquelético rastro de lo que una vez fueron pipas... Entre todos ellos, se disciernen, especialmente, dos. Dos tipos de aficionados que son más la humanización de antagónicos estilos futbolísticos: aquellos que prefieren sufrir y ganar en el 90” frente a los más puristas que optan vapulear al rival.


El Barcelona este año ha sido una montaña rusa empeñada en hacer disfrutar a su afición cada subida, pero también cada bajada. Una bajada que siempre parecía transitar hacia algo mayor. Quizá no para hoy ni para mañana, pero sí para un futuro de historia.

De hecho, en su paso por la Copa del Rey reside la verdadera esencia del fútbol de aquellos puristas y de aquellos kamikazes, de las prórrogas angustiosas y los recitales.

Tras la derrota en el clásico, los blaugranas llegaron con la necesidad de reivindicarse ganando un trofeo aún más significativo en tiempos de dudas. No obstante, en el banquillo del Athletic también estaba convocada la frustración. La frustración de perder dos finales en tan solo tres semanas. Una frustración que estuvo calentando toda la primera parte y que en la segunda saltó al campo para echar la lona, otro año más, a una polvorienta gabarra que parece olvidada.


Los pupilos de Koeman dominaron tiránicos el control del cuero moviendo despectivamente a unos leones que siempre parecían llegar tarde.

Marcelino no supo reaccionar ante una de las versiones más descaradas de los culés, no solo en la temporada sino en años. El holandés orquestó una presión posicional acompasada con la rapidez con la que el esférico acariciaba la hierba de la Cartuja.


Frenkie de Jong volvió a mostrar la imagen irreverente por la que se le fichó. El canterano de Willem parece querer hacer suya cada parcela del campo. Abarcó tanto espacio como pudo: desmarcándose, defendiendo, asistiendo en dos ocasiones y hasta cabeceando el segundo tanto ante un centro de Jordi Alba.


Por su parte, Griezmann destacó en su lectura única en espacios pequeños. El francés siempre encontraba una solución entre la muchedumbre, un pase entre la defensa e incluso alguna aguja en el pajar. El delantero galo completó su actuación con el primer gol de la noche ante un pase raso del incansable de Jong con el que dinamitaba a Unai Simón. El vasco pudo sostener a su equipo durante la primera hora de encuentro, pero el asedio redujo el azar a tan solo una ínfima probabilidad.


Sin embargo, entre todos los insolentes, el más irrespetuoso fue el de siempre. Leo Messi, esa persona capaz de hacer vibrar un estadio vacío y de enmudecer las casas de quienes seguían la final. Afeitado, como ese niño que un día debutó con la elástica blaugrana, y con una ilusión que parece volver a llamar al timbre del Camp Nou ante el nuevo proyecto de Laporta.

Su primer sello en la final roza incluso la imposibilidad de ser esbozado por alguno de los museos de este planeta o de alguno más lejano. Las obras de arte lo son, en esencia, porque no se consideran como tal hasta que están acabadas y solo entonces se vuelve al principio para admirar su creación: como la carrera profesional del argentino, como su recuperación en el centro del campo, su elegante y vertiginosa carrera, su pausa para decidir, la pared y esos toquecitos dentro del área, tic-tic, tan rápidos como decisivos. Parece imposible darlos sin apenas avanzar. Todo para batir raso a las piernas de un portero que parecían más concentradas en no temblar. Messi hace de lo insultante, un arte.


El último gol fue otra clase más de su asignatura favorita, esa que heredará el fútbol como legado. Un tiro raso desde la frontal con la suficiente comba como para evitar a la defensa y alimentar a la cepa del poste izquierdo. Un gol que, sin la asistencia de Jordi Alba, no sería el mismo.


A penas hace unos meses, el Barcelona estaba en ruinas. Tras la vergonzosa goleada del Bayern, los problemas en los despachos, en los tribunales e incluso después de la irrupción del fax de Messi, la afición parecía conformarse con tan solo un atisbo de esperanza. No obstante, en este Panteón, ya ha salido el sol. Su luz se refleja en la nueva copa que acaba de instalarse en sus polvorientas vitrinas y en un no tan lejano título liguero. Juventud y experiencia hacia una nueva era para volver a ser los de siempre.









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