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Capítulo 9: El entierro de una romántica semilla

Actualizado: 24 sept 2022

La tragedia hizo de Larra su familia acompañándole imperceptible por cada calle, por cada recuerdo, por cada segundo incluso cuando las horas dejaron de importar. Esta y su amada fatalidad impregnaron de sordidez al inerte cadáver, o al menos lo que quedaba de él después de que el plomo reventara su cabeza. Larra contaba con ello, con las carcajadas huecas del destino, pero no con la visita inesperada de la ternura de su quizá único amor.

Adela tenía cinco años y la curiosidad propia de un niño cuando los ruidos saludan a su oído. Fue un ruido seco, fugaz, a diferencia de la crueldad que lo acompasó. Sus palabras fueron inocentes, sus intenciones también. Tan solo quería saludar a su papi, darle un besito en la mejilla justo en el único hueco de su barba, pues su tacto irritaba las pecas que decoraban mimosas su carita. Sin embargo, solo pudo ver sangre.


Puede que sus ideas fuesen deslumbrantes, pero sus sesos eran tan oscuros como la vastedad de la noche. Sus cachos gangrenados estaban esparcidos por la suciedad del suelo, la pistola delatada por la brutalidad que manchaba de sangre su mango.


La muerte cautiva almas, arranca vidas, despedaza historias, pero nunca se mancha las manos.

Mientras intenta no pensar en ello, en algún recóndito lugar crece el árbol que confeccionará la caja de sus sueños en madera, aquella de la que no podrá despertar. Algún día comprará la ropa con la que morirá y aún así, no lo ha tenido nunca en cuenta. Larra tampoco. De hecho, estaba mucho más ensimismado en intentar sacar la cabeza, ya que pie no hacía en este agua al que llamamos vida en la que los problemas ahogan.


El entierro acaparó los focos de una Madrid fundida, reuniendo a extraños y curiosos según la tierra devoraba el último atisbo de quién un día fue el periodista más cotizado del panorama. Los que decían ser amigos acudían tan solo por evadirse de aquel sádico verdugo que es nuestra conciencia, solo por cumplir, porque es lo que toca, porque va todo el mundo. Aún así todos los sabían, los hipócritas y los cotillas lo sabían, se podrán imitar mil veces sus líneas, pero Larra solo habrá uno.


Fígaro sobrevivió con la corona de zarzas que trenzó pérfidamente su suerte, pero se sepultó con las coloridas flores y melancólicos versos que hicieron de su despedida una menos amarga, de su marcha una más dolorosa. Su vida fue caótica, trágica, grotesca, pero en esencia breve. Una brevedad tan intensa que aún conmueve a la eternidad.


Aún así, no todas las personas son buenas cuando mueren.

Larra, aquel terco egoísta incapaz de amarse incluso así mismo, tampoco. Su ambición desmesurada, su semblante de héroe revolucionario y la magia de su tintero trazaban delicadamente un retrato impoluto estropeado por un marco astillado en infidelidades y abrazos negados a una familia que aún le espera.

Dicen que quién dice la verdad no jura, quizá por eso Larra nunca lo hizo. El autor de los ideales que le hicieron autor, que agonizó por amor sin ser amado, que fue periodista sin serlo. Aquella persona que murió, pero de cuyas cenizas nació un movimiento, que fue enterrado para que germinase algo mucho mayor. El romanticismo brotó de unos pétalos que jóvenes, pero marchitos hicieron de la literatura una nueva, de los sentimientos un bastión.


Mariano José de Larra el primer romántico moderno en su propia esencia de vivir por su causa, de morir sabiendo que la vida siempre acaba, pero el recuerdo de quién fuimos, jamás.


Fin de su vida, comienzo de su legado.





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