Capítulo 8: Los golpes de la vida, las caricias de la muerte
- Fernando Fraile
- 26 dic 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2022
Son las doce, estoy sentado, ella tumbada. Hace un día desapacible, el gris ha decidido estrangular al cielo con sus nubes, el murmullo gélido del viento está zarandeando vehementemente a las campanillas oxidadas de mi ventana. Es lunes de carnaval, la gente se ha disfrazado. Esta vez con una razón, la única quizá. El resto del año también lo hacen aunque el antifaz de la hipocresía no se compre en tiendas, aunque la ignorancia no se pueda tapar.
Ella, en cambio, me observa desnuda.
Hace ya dos años del día que fui político, día que no semana ni mes. El día que me nombraron diputado por Ávila, el mismo que un dichoso motín en La Granja de puercos vestidos de personas supusiera no poder entrar en funciones. Está claro que vivo entre la tragedia y la comedia, aunque no escuche aplausos. Aún así, tampoco quiero. En estos instantes, me conformaría tan solo con el perdón del párroco.
El pesimismo se ha apoderado de mi pluma, el desasosiego de mi tintero. Supongo que soy tan realista que algunos me tachan de negativo, tampoco muchos, pues la mayoría está ocupada en cultivar su propio ego, en vivir solo porque han nacido. España se viste de desastre y la gente se centra en sus zapatos.
Hoy es carnaval, pero el circo es eterno, y yo soy esa sardina que mañana enterrarán por costumbre, que recordarán sin hacerlo, pues recitarán mis frases, pero mis ideas, desagraciadamente, no estarán en su memoria.
Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como una pesadilla abrumadora y violenta. Solía adelantarme a reírme de todo por temor a verme obligado a llorar, pero siempre acabo con una lágrima preñada de horror y de desesperación surcando mi mejilla. Esta ciudad me consume, este país me destripa, esta gente no se merece ni mencionarla, ya que ensuciaría de rencor mis últimas palabras y no quiero, pues el querer hace tiempo que no desea verme y yo a él tampoco. Ella, sin embargo, no deja de observarme impasible con la oscuridad de su único ojo.
Dos abrigos de terciopelo se adentraron hace un momento en mi casa, el tercero aún sigue aquí. No puedo distinguir su rostro, pero percibo el áspero tacto de su túnica rasgando las heridas de mi pecho. La última, por variar, ha sido de Dolores, por desvariar, una demasiado profunda, una incisión sádica incluso para ella.
Han venido como se marcharon, sin avisar. Su cuñada y mi perdición buscaban las cartas que un día nos escribimos, pero se han ido sin leer la última. Yo tampoco lo haré. No querían dejar rastro de nuestro amor, pero han embadurnado la estancia de odio. Aún así, se olvidaron de la prueba definitiva, de mi cuerpo, y ella lo sabe. Estuvo siempre en mi cajón, por años casi desterrada, pero lo sabe. Mi pistola sabía que volvería para consentirla, pues solo ella no me la arrebata, al menos no la razón.
Con estas palabras me despido, no me tiembla el pulso ni lo hará cuando apriete el gatillo. La parca me está mirando, pero no apartaré mi mirada. Nunca lo hice ni lo haré ahora.
Ya no importa nada, tampoco cuánto haya dicho o hecho, solo qué digáis cuando no esté.
Deseadme la vida, pues es la muerte lo único que ansío. Firmado con mi propia sangre,
Mariano José de Larra.

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