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Capítulo 8: El abrasante frío de la muerte

Actualizado: 24 sept 2022

Las tropas enemigas llegaron a tierras españolas al alba. Los comandantes, serios y erguidos sobre las monturas de cuero y oro de sus pura sangre avanzaban confiados por el camino mientras las crines ondulaban a la brisa. Su esbelta figura y resplandeciente pelo complementaban la fulgurante e impoluta armadura de sus jinetes en la que se veía reflejada la interminable multitud de guerreros hambrientos de fama.


Entre sus intenciones estaban arrasar los primeros pueblos. Sin embargo, en estos no quedaba nadie ni tan si quiera el eco de sus calles o el susurro mascullante del viento. Su ira tampoco pudo ser repartida entre el ganado, ya que incluso este parecía haber huido. Los fatigados soldados prosiguieron con su marcha según empujaban los pesados cañones. Atravesaron una centena de ciudades y pueblos, pero ninguno de ellos poblado. Además, según avanzaban, los lugares se asemejaban más a villas embrujadas.


En contraste con las silenciosas y vacías localidades que se habían encontrado al cruzar la frontera, las siguientes habían sido manipuladas a su antojo por Carlos II con el fin de infundir el miedo entre las tropas rivales. Especialmente, atravesaron un lugar digno de ser mencionado debido al miedo que suscitó.


La fatiga despertó entre el sudor de los soldados la necesidad de beber agua. Además, caminar cerca de un río, escuchando los saltos de ese liquido transparente entre las oscuras y frías rocas no ayudaba. El burbujeante sonido del agua, ese preciado fluido más cotizado que el mismísimo marfil, adictivo para cualquier sediento, indispensable para cualquier ser vivo, hizo que los soldados mostrasen aún más sus flaquezas. El deseo de beber les hacía ser más débiles. Sus mentes dibujaron la silueta de la esperanza con trazos refrescantes azules pudiendo así acabar finalmente con su desfallecimiento.


Sin embargo, cuando sus músculos engarrotados se arrodillaron para llevarse a la boca ese preciado regalo de la naturaleza, un fuerte denso olor a podrido llenó sus sedientos deseos de un vacío existencial.

Y es que no hay nada peor que la incapacidad de no poder satisfacer tus anhelos.

Su mente se despertó entonces de ese sueño en el que el soldado portaba finos ropajes y se bañaba en cristalinas aguas, topándose con la realidad.


Frente a ellos, una hilera de cruces de madera corroída marcaba el comienzo de soñar despiertos, de vivir su propia pesadilla. Las risas siniestras de niñas solo hacían que las armaduras se clavasen aún más en las fangosas orillas de un río corrompido por el que fluían trozos descompuestos de animales que teñían de rojo y negro las turbias aguas de lo que en un principio fue optimismo. El río parecía haber sido endemoniado por algún sádico brujo capaz de plasmar en la piel de las inocentes reses aquellas torturas que no se desearían hacer ni al peor enemigo en el campo de batalla. Ante la palidez del rostro de aquel hombre capaz de matar por la gloria, los trozos de carne se hundían en las aguas opacas.


Dolor, agobio, arrepentimiento, pavor, pánico. Miedo, mucho miedo.


El sol había presenciado bastante por lo que decidió entonces yacer entre las rasgadas nubes. En su lugar, la luna presenciaría atenta desde su privilegiada butaca el resto de la función. Las curiosas estrellas observaron como el ejercito adversario paraba a descansar esa misma noche abatidos tras la larga caminata. Debido al frío viento que congelaba sus ásperas pieles, decidieron acampar en un pueblo. Su nombre era Manresa.


La gente de la zona que tantas amenazas había colocado en sus pueblos, también había vigilado a las tropas hostiles. Sabían dónde acamparían y se lo comunicaron a Carlos II. Anímicamente, la extensa milicia se encontraba preocupada ante el rumor infundado sobre la posible existencia de demonios. El sudor frío recorría los cansados músculos de los soldados mientras sus titubeantes y aterrorizadas mentes solo pensaban en diablos.


A media noche el plan daría comienzo. Un fuerte olor a humo impregnaba la plaza en la que los enemigos se refugiaban del frío. La nube negra de hollín camuflada por la oscura noche despertó con su aliento de destrucción a todos los allí presentes, mientras las últimas ascuas que una vez calentaron los calderos se acababan de consumir. El viento se filtraba entre las armaduras de los soldados con intención de visitar al nuevo vecino de su piel, el temor avivado.


En la lejanía se escuchaba alguna carcajada diabólica a sintonía con el abrir y cerrar de las siniestras ventanas de madera. En aquel momento la percepción auditiva se multiplicó: la respiración de los corceles, el crujido de las puertas abandonadas o la risa sarcástica de las hurracas que asistían a la antesala del fatal destino que esperaba a los tenebrosos partidarios de la guerra.


Sintieron entonces la ruidosa y monótona explosión de la gotas contra el suelos, que subidas en un corcel desembocado, se encaminaban presas de la gravedad a colisionar con el suelo. El suicidio de tantas gotas y la ausencia de nubes que pudieran provocar la lluvia despertó el horror entre los armados personajes allí presentes.


El ruido provenía del campanario donde se hallaban colgados aquellos encargados de vigilar el campamento en caso de que sucediera un posible ataque. Junto a ellos, la silueta de una persona enmascarada arrojaba sus cuerpos mientras las campanas sonaban fulgurantes. El metal siendo golpeado repetidas veces violentamente provocaba entre la milicia gritos de dolor. Ni las gélidas manos tapando las mortificadas orejas podían hacer que se pudiese recobrar la cordura.


De repente, silencio. El estruendo de las campanas desapareció junto al macabro personaje, según los ojos de los pasivos soldados veían los órganos de sus compañeros esparcidos por el polvoriento suelo.


Una luz incandescente cubrió la oscuridad de la noche, llenando de llamas una de las tres salidas a la plaza. Los soldados notaron el calor desprendido por la fogata en sus caras que se congelarían al ver lo que se situaba a su lado. Tres estacas sostenían en su punta las cabezas de vacas con la mirada perdida en las estrellas, las cuales parecían esconderse del mismísimo Satanás. Sus ensangrentados palos mostraban una inscripción:


“Ningún pecador saldrá del tártaro”.

Los tejados se fueron poblando de encapuchados, demonios malignos, al son de solemnes alabanzas que parecían despertar a la Muerte. Los caballos huyeron despavoridos del Averno, pese a la escasa visibilidad, derrumbando a su paso a los hombres que se encontraban entre las tinieblas. Junto a ellos, otros muchos intentaron escapar por la segunda salida. Sin embargo, esta se trataba de un estrecho callejón cerrado, frente al cual se expiraron los últimos alientos. Las perennes vidas sentenciaron su destino tirándose voluntariamente al pozo de la consumación carnal. Como si se tratara de peces en el estanque de la vida, los pescadores lanzaban sus redes de dolor hacia las condenados en forma de agua ardiendo y pólvora.


Flechas ardiendo fueron lanzadas al centro de la plaza que quemaría a su vez el alcohol de su empedrado. El sonido de angustia fue el verdadero protagonista de esa noche tenebrosa. Las llamas acariciaban las pieles delicadas de los soldados sumiéndoles en la impotencia. Las esbeltas figuras de lo que antes eran personas se consumían en cenizas como cigarros cuya estancia en esta vida había terminado. Un bosque de manos se alzaba intentando agarrar al cielo para poder escabullirse de aquel río de fuego, pero ni la luna les pudo librar de aquel aliento del dolor.


En la última salida aguardaban los cañones del ejército real con el objetivo de eliminar hasta el último rastro de vida. La escasa ilusión de escapar de aquella ciudad de sufrimiento y fuego se desvanecía cuando los enemigos veían entre las intermitentes construcciones de brasas al reflejo de la crueldad. Un muro de armaduras, en las que se reflejaba las ardientes siluetas, disparaba con certeza de que sus balas acabarían siendo acompañadas por el espectro negro que todos tenemos, la Muerte. Los proyectiles seguirían el camino marcado por el impasible dedo de la Parca, arrebatando hasta el último suspiro de las víctimas encajonadas. Reflejada en los ojos de los elegidos, esta cortaba por última vez el telar de sus vidas.


El infierno era real y la realidad se vio abrasada por los mitos.

Al amanecer no quedaba ninguna huella de la catástrofe. Las cenizas se acumulaban en la urna en la que se había convertido la plaza. Tan solo el viento sabe donde todas aquellas almas perdidas fueron parar.


La historia había sido grabada a fuego.




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