Capítulo 7: El valor del amor y su precio
- Fernando Fraile
- 19 dic 2021
- 3 Min. de lectura
Cuando Dolores se marchó con su no tan amado marido a Ávila, los días dejaron de ser buenos, las felicitaciones dejaron de ser felices. Por mucho que me arropara, el vacío siempre conseguía filtrarse por las sábanas de seda que un día mordió, que otro empapé con las lágrimas que a mi mujer también tuve que ocultar. Tuvimos un hijo, dos hijas y un acueducto que derruido hacía tiempo que no conectaba nuestras bocas, tampoco nuestras palabras.
De la vida aprendí que nada te otorga sin arrebatarte algo antes, que el amor da la vida, pero también la quita. Aún así, pese a estar perdiendo tripa, conservaba las ganas de comerme el mundo. Acabaría vomitándolo entre el putrefacto hedor de la desesperación, el indiferente color de la decepción, pero todavía no. Para eso faltaban dos años y tres balas, y yo aún estaba esperando el exquisito croissant de mi cuarto desayuno en París.
Nunca me ha gustado desayunar, tal vez porque desde que la leche estropeó la traducción para Juan Grimaldi lo odiaba, tal vez porque era siempre lo primero que Josefa hacía. No obstante, en ese viaje, el café rozaba los límites de la necesidad y el deseo. Como olvidar aquella jugosa tostada teñida de la carne rosada del salmón en la torre de Belem, del bacon en el Big Beng, del aroma a libertad en Mont Maitre.
En la capital francesa estuve con mis conocidos Victor Hugo y Dumas, que no amigos, pues cuantos menos amigos tengo, menos me traicionan. Fue desayunando con ellos y con el alba de invitado cuando lo decidí: partiría a Ávila, recuperaría a Dolores y cambiaría España. El plan era elemental, mis ansias efervescentes. Sin embargo, lo sabía. Nunca fui un necio, quizá un iluso, un idealista, un romántico aún sin movimiento, pero jamás un imbécil.
Y aún así iría, como aquel que sigue rezando cada noche sabiendo que nadie contestará.

Solo recuerdo el polvo, o al menos es lo único que quiero recordar, aunque todavía desconozco si era el espeso ambiente de aquel secarral o más bien era yo quién lo estaba hecho. Estaba allí, deambulando por las castizas calles de Ávila buscando angustiado un futuro con rostro de pasado, mas solo distinguía polvo.
Picaba en las puertas con la seriedad de aquel pez sin agallas bailando en la playa esperando que decidiese el azar, pero tirando yo los dados. Los míos se negaban a mirarme. No lo hizo ella, aunque debió hacerlo, porque desde entonces no soy el mismo, desde entonces se asfixia el aire en mi cielo.
Me gustaría recordarlo como la última vez que pude volver a oler las rosas de su perfume, pero fue la penúltima y, aún así, tampoco me gustó. Imposible hacerlo después de sus palabras en aquel recóndito salón del ayuntamiento, aquel en el que iba a trabajar como diputado aunque no puede, aquel sombrío lugar al que me llevó de la mano evocando mis debilidades, erizando mi piel, destrozando mi último sentimiento.
Cuando todos enmudecen, son los ojos los que hablan.
Los suyos siempre fueron afilados como cuchillos, podía acariciar su hoja o cortarme con su filo. Supongo que Dolores no hizo sino dármelos, como aquel espejo tan lúcido y bello que cuando se resquebraja raja el alma, que cuanto más trataba recomponer sus cachos, más me me hacían sangrar a mí.
Entre su mirada y la mía no había diferencia, solo decepción. Supongo que siempre tuvo sentido, pero hacía tiempo que perdí la dirección. No embauqué a la señora Armijo, fue mi fama en la prensa, fue la plata de su marido. Por eso pasó conmigo las noches, por eso pasó de mí por las mañanas. Por eso la sucia furcia engreída de Lola seguirá siendo una repugnante ramera por mucho que cobrara. Solo fue otro disgusto más, pero para mí era ya un día menos.
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