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Capítulo 6: El sicario de la Muerte

Actualizado: 24 sept 2022

La aplicación de nuevo armamento y nuevas tácticas militares acabarían decantando la balanza a favor del bando de los Austrias en la guerra de los treinta años. Los antiguos tercios fueron renovados al igual que su infantería pesada. El plan de ataque se construía a partir de la astucia y la versatilidad de los soldados fieles a su líder, Carlos II. La fe por su rey les hacía batallar con más voracidad y es que no luchaban como individuos, si no como un grupo hilado por valores.


La estrategia que seguían era mostrarse débil, como un tiburón acechando a su presa, enseñando tan solo su aleta dorsal a la superficie mientras reservaba bajo el mar sus poderosas fauces. En este caso, Carlos II junto a sus hombres más tenaces se situaba en el centro de la arena de combate con escudos y lanzas. Unos días antes de la batalla, un grupo reducido de expedicionarios examinaba el tablero en el cual se moverían las fichas. Estos llenarían las casillas negras de trampas como zanjas o pinchos, mojaban el terreno para que hubiese barro e incluso vertían líquidos inflamables.


Gracias a tener un as bajo la manga, el rey se rodeaba entre peones con el fin de aguantar la primera oleada. Desde la distancia ya séase en árboles o escondidos entre la frondosa vegetación del terreno, aguardaban los alfiles y las torres cargadas de artillería con la que podrían acabar con sus enemigos sin necesidad de ser vistos. El ejercito enemigo cegado por la inferioridad de nuestros aliados iría a por ellos sin resguardar su espalda, como mosquitos ansiosos por alcanzar la luz de las máquinas insecticidas. Sin embargo, la única luz que acabarían encontrando era la del sol iluminando por última vez sus ojos. La pieza del caballo llegaría rodeada de jaurías de perros que protegidos con armaduras atacaban por el flanco desprotegido del enemigo. Este se verían sorprendido, pero su fuga no podía completarse. Los peones empujarían escudo en mano a los soldados rivales contra su destino final el cual pasaría por perros rabiosos y jinetes sádicos.


El adversario se vería envuelto en una marea de sangre provocada por ángeles caídos cuyas flechas y balas cubrían el negro cielo de la guerra. Ante él, un duro muro de metal destrozaba los últimos lamentos y clemencias de sus compañeros. Mientras huía con la pesada armadura y las cadenas que el miedo le había atado en las piernas, solo podía ver a una distancia próxima a los mismísimos caballos de Lucifer. Guiándolos, los jinetes del Apocalipsis, se abrían paso entre los cadáveres inmóviles. Una melodía de alaridos de dolor y quejidos inundaban la fangosa arena. El sol iluminaba aun más la sangre que brotaba de los cuerpos inertes mezclándose con el humo que coloreaba de negro el lienzo de la esperanza. Entre tanto sufrimiento en un bucle infinito, el antagonista de esta despiadada historia sentiría una presencia.


La muerte, descalza, le agarraba del hombro y mirándole a los ojos atemorizados le susurraba lo evidente, su tiempo había acabado.

Ante tal supremacía hispánica, las potencias europeas se rindieron firmando así la paz en la que España saldría muy beneficiada recuperando Cataluña. Carlos II parecía ser la cuarta moira, aquellas diosas hermanas de ropajes negros y deformadas caras que manipulaban a su antojo el destino cortando el hilo de la vida.


La hegemonía europea pendía de las pálidas y frías manos del hilo que manipulaba nuestro rey.



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