Capítulo 6: El espacio sin tiempo
- Fernando Fraile
- 12 dic 2021
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2022
Siempre he defendido mis ideales como quién protege a una rosa aferrándola sin temer a sus espinas. En ocasiones, hasta tal punto que resultaba enfermizo. Trabajando como periodista llegué a sacrificarlo todo por defender una verdad que por momentos parecía negarse a aparecer. Su asiento estaba reservado frente al mío en aquel lujoso restaurante donde, no obstante, solo las mentiras parecían comer.
Posiblemente, resulte iluso o tal vez solo un engreído, pero sigo creyendo que la verdad nunca acudió porque estaba secuestrada. Quizá jamás llegó a existir, sin embargo, no iba a permitir que se disfrazasen con sus atuendos noticias y hechos fecundados para profanarla. El absolutismo era una plaga, mis más de doscientos artículos, su cianuro.
España estaba corrompida de españoles, pues que títeres tan ridículos somos y que vulgar es el escenario en el que bailamos. Nuestra cultura de no tenerla, nuestro trabajo de no hacerlo, nuestra ignorancia como dogma, nuestra atraso como credo. Tenía la maldición de saber quién era, quienes éramos, pero era el único.
María Cristina estaba regentando un país que por un instante parecía ilusionar, por dos, los carlistas en el medio de todo como siempre, en el encabezamiento de mis críticas como nunca. Primero, fue bajo el pseudónimo del Pobrecito Hablador aunque próspero en aspiraciones, más tarde como Juan Pérez de Mungía en La revista española. Aún así, todos sabían que era el mismo gato jugando en el abismo de diferentes tejados.
Me sentía como la distancia sin pies, como la hora sin manillas. Había existido desde siempre, pero nadie sabía medirme. La rebeldía dictaba mis líneas pintando de metáforas la cara compungida de una España que hacía tiempo estaba en ruinas, si es que alguna vez no lo estuvo. Sin embargo, mi mensaje no llegaba a los relojeros que, precisamente, lo reconocieran y despertasen sino que monologaba con esclavos atemporales del ahora, con estatuas sin conciencia, con un pueblo sentenciado a vivir sin vida, a pensar sin causa.
En este país polvoriento, en el que incluso es El castellano viejo, era la pluma más cotizada del panorama Entre gente que estamos. Y aún así, pese a las flores y los bombones, el oro y sus versiones, cuando preguntaba por el impacto de mis párrafos y no solo su sublime encanto superficial: mejor Vuelva usted mañana.
Solían llamarme crítico aunque no criticaba, periodista aunque no existían.
Siempre he sido un adicto a la realidad, aquella que se esconde bajo el mantel, aquella que se escabulle de los cobardes. Tal vez, por eso la censura decidía pasarse por casa cada noche, tal vez por eso me cortaban los brazos, pero nunca las piernas, pues aunque me odiasen, mis pasos marcaron el camino.
Un camino que pocos han vuelto a recorrer, pues en este cielo casi todos los pájaros tienen vértigo.
El periodismo me hizo ser y estar, el amor creer y soñar, el tiempo haber sido y estado. El tembloroso crujido de los tablones de la redacción que soportaba los dubitativos pasos de mi cuerpo, los estridentes trazos de mi pluma, me enseñó que no sería la Luna por mucho que la apuntara, que no la verían por mucho que la describiera. Y es que aún no había llegado la noche, pero sí mi hora, pues mi tiempo fue siempre puntual.

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