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Capítulo 5: A mesa puesta

Actualizado: 26 sept 2022

El desnudo tacto de mi cuerpo gangrenado advertía meticuloso la frigidez con la que me retenían las cadenas sobre aquella mesa. Estaba maniatado como un cerdo. Las esposas eran de cuero. Iban a degollarme, pero al menos tenían clase. Nunca entendí la obsesión de ese lugar por el erotismo sadomasoquista. Incluso cuando, entre el tenue resplandor de las antorchas, se iban a devorar a más de treinta personas sin necesitar cuchillo ni tenedor.


Miré alrededor. Las paredes abruptas delataban que el decorado de mis últimas palabras sería el de una cueva perdida con nadie echándome de menos. El olor a sudor era repugnante, el impacto de los tambores retumbaba entre un eco estremecedor y, aún así, ella estaba preciosa. Calíope gritaba desgañitándose mientras otros no paraban de suplicar.


Podría haber sido una romántica historia de amor, pero había más de cincuenta personas desnudas observándonos y ella iba a ser la siguiente.


Sentí la humedad de las babas en mis dedos. Un niño me los estaba chupando con su mirada clavada en mi yugular. Tenía las pupilas dilatadas y los dientes afilados, su sonrisa era siniestra y su cuerpo estaba cubierto por la mugre de la sangre. Se apartó y corrió rápido hacia los niños en cuanto desataron a Calíope. Tan solo querían jugar con ella.


Una jauría de tétricos cuerpos esqueléticos persiguiendo a su presa, acorralándola mientras le mordían el tendón de los tobillos, corriendo apoyando sus manos en el barro, como animales, como lobos, como ratas. El cuerpo convulsionaba en el suelo mientras los adultos se sumaban al festín usando sus bocas para despedazar a la que hacía no demasiado había pedido la enésima copa de mandragora en el bar. Ahora, aún viva, sentía impotente la inexorable sentencia de la muerte según las sombras disfrutaban de la sangre con la que se bañaban sus muros.


En una especie de trono estaba sentado el maitre eligiendo el orden del menú. Mientras tanto, entre las mesas, el carnicero arrastraba un hacha golpeando en ocasiones alguna de ellas astillándolas, en otras nuestros cuerpos reventándonos algún ligamento. Disfrutaba con nuestro miedo y tampoco necesitaba demasiado para provocarlo.


- Quiero su brazo -rugió una voz entre la muchedumbre.

- ¿El brazo de quién? -inquirió entre toses la ronca voz del carnicero.

- Quiero comerme el puto brazo del rubito.


Ese rubito era yo y ese brazo era mío. Nunca había pedido ayuda, quizá por orgullo, quizá por un exceso de arrogancia que me hacía creerme capaz, superior, mejor. Esa delgada línea entre la confianza y la vanidad, la superación y la necedad. Sin embargo, en algún momento de nuestra vida, por mucho que nuestro ego trate de eclipsarlo, necesitaremos la ayuda de alguien. Una ayuda desinteresada que nos haga seguir creyendo en la humanidad.


- Déjame cortárselo. Ya sabes cómo me encanta sentir el crujido del hueso según se despedaza.

- Conoces las reglas, Axel. Solo yo puedo desmembrar los cuerpos -bramó la áspera voz del carnicero.

- ¿A caso no sabes quién soy? -amenazaba intimidante la persona que me llevó hasta allí- Te vi nacer, confié en ti y te enseñé a usar el hacha que utilicé los primeros 500 años de la hermandad. Con el maitre cree esta isla, descubrí la mandragora y cree la fórmula. Si sigues comiendo carne humana es porque yo la traigo. Así que apártate, dame el maldito hacha y agradéceme no haberte devorado cuando naciste como hacemos con los otros.


Axel me miró a los ojos atemorizados:

- Confía en mí, Eider. He cometido muchos errores, pero estoy harto de vivir arrepentido -susurró agarrando el hacha tan alto como podía.

- Te van a matar, vas a morir por mi -mascullé atónito.

- La inmortalidad tiene un precio y yo estoy harto de pagarlo.


Axel reventó las cadenas que amarraban mis pies. Tan deprisa como pudo cortó también aquellas que inmovilizaban mis manos. Sin embargo, falló. El carnicero empujó exacerbado el cuerpo indefenso de Axel desviándose la trayectoria hasta despedazarme uno de mis brazos. No me dio tiempo de chillar, tampoco de despedirme. Me incorporé tan rápido como puede. Huía del hombre y de su insaciable hambre de destrucción mientras la manada de caníbales imperecederos se agitaba al unísono en busca de su postre.


Cuando me giré el maitre estaba golpeando a su hermano con una piedra en la cabeza, ensañándose colérico mientras gritaba su nombre. El Axel más mortal se desangraba haciendo de la vida una más preciada por su brevedad.


Humano por sus actos, por su rebeldía, por acabar despertando.

En ese lugar hasta el aire parecía ser asfixiante. El acelerado latido acompasaba mis intentos fallidos por correr. Me abrasaba la garganta, no tenía apenas saliva y, sin embargo, las ramas no mostraban piedad alguna. Ahogado, sin fuerzas, conseguí clavar las rodillas en la arena de la playa. Esa jodida isla parecía tener vida y no me quería dejar escapar.


El rastro de sangre me perseguía silencioso. De lo que hacía no demasiado era mi antebrazo tan solo quedaba alguna tira de piel ennegrecida, la crudeza de la carne y un hueso que destrozado parecía tener la necesidad de tocarlo todo.


Y es que las heridas duelen, pero a veces nos empeñamos inconscientes en hacerlas más profundas.

Frente a mí se alzaba irónico el cartel con el que conviviría los siguientes días. Sería el único que me mantendría con pulso cuando el mar se hartase de mi angustiosa presencia. Lo arrojé tan lejos que pude, me aferré con las pocas fuerzas que me quedaban y me dejé llevar por la plenitud del mar. Amarrado, abrazando aquel trozo de madera astillado, reparé en el gravado de su relieve: “Hacemos de tu viaje uno inolvidable”.


Nunca olvidaría esa isla. Era imposible deshacerse de esa sensación. Allí parecía ser todo mentira, se ocultaba todo indicio de cordura y sin saberlo, se dejaba de ser. Los lujos que encerraba y la felicidad que prometía tenían un precio. Aislada y siniestra, tan clara que no dejaba ver la oscuridad. Sin embargo, sabíamos que estaba ahí, esperando impaciente, para resucitar nuestras pesadillas. Ese lugar era un paraíso, el paraíso del terror.









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