Capítulo 4: La capital del pecado
- Fernando Fraile
- 27 feb 2022
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 26 sept 2022
Dicen que las personas somos seres racionales, que eso es lo que nos identifica. Quizá por ello sintamos siempre la necesidad impulsiva de hacer locuras, de dejarnos guiar por el vicio. Había conocido el exceso pero no en todas sus formas. Aún así, esa isla parecía estar dispuesta a tentarme o al menos hacerme dudar.
Lo supe desde el momento en el que llegué, aquel lugar encerraba en libertad a la pasión. No obstante, ni las lujosas paredes vestidas con cuadros ni la impoluta maqueta por la que paseaban los costosos zapatos de los “turistas” podían mimetizar la empalagosa fragancia del vicio. Cada vez tenía más claro que no era precisamente turismo lo que buscaban, o al menos, no el que acostumbraba a hacer.
Tan solo un selecto grupo de afortunados conocían la existencia de Valhalla. La isla no aparecía en mapas, tampoco en Internet y de no ser por los contactos de Axel nunca habría podido estar allí. Un lugar aislado donde todo tipo de impulso podía saciarse. Pecar parecía ser un mandamiento. A ese lugar era difícil llegar. También salir.
La penumbra del salón intentaba asomarse por el púrpura de las cortinas que impedían el acceso a la estancia. Junto a ellas, la tensa pajarita del maître y el fingido esbozo de su sonrisa me recibieron:
- Buenas noches, monsieur Hansen. Llega usted justo a tiempo para degustar nuestro pato confitado en mandragora.
- Disculpe mi ignorancia, pero ¿qué es la mandragora?- lo inquirí con las sospechas típicas de un abstemio sin voluntad de quebrar su racha saludable.
- Digamos que esta sustancia le hará pasar un rato mucho más llevadero. Puede estar tranquilo, monsieur Hansen, en Valhalla está permitida.
- Tengo la impresión de que en esta isla se permiten demasiadas cosas.
- Monsieur Hansen, en Valhalla sólo el aburrimiento está prohibido- dijo mientras mecía lentamente su cabeza. Acompañó el susurró con un golpecito en el hombro y una repugnante mirada pervertida que conjugaba a la perfección con su aspecto de pederasta.
Al traspasar el umbral pude comprobar cómo hacía tiempo que la oscuridad había decidido mudarse a aquel salón. Necesité tiempo para que mis ojos se adaptaran al ambiente. No conocía el sabor de la mandragora, pero era imposible no advertir su olor. Todas las mesas estaban ocupadas por cocteles a rebosar y pétalos de aquella flor violeta tan bella como adictiva. Todas menos una: solitaria, pegada a la pared. La posibilidad de ver sin ser visto para que fuesen otros los que con sus errores determinasen mis pasos, de ser el más listo de la sala.
Desde allí sentado, todos parecían la copia de la copia de un mismo clon. La efímera sensación de ser imparable y las pupilas dilatadas.
Bebiendo casi por obligación, drogándose por compromiso porque es una fiesta, porque es lo que toca.
Para bien o para mal siempre fui diferente. Jamás tuve un vicio de esos, o al menos que afectará a mi hígado y pulmones. Al fin y al cabo, somos personas, a todos nos gusta dejarnos llevar.
- Monsieur Hansen, su bebida y comida- dijo uno de los camareros impolutamente trajeados de blanco al servir un coctel teñido por el violeta de aquella flor.
- Creo que se equivoca, no he pedido nada.
- En Valhalla no hace falta pedir, monsieur Hansen. Estaremos siempre a su disposición para facilitar la satisfacción de cualquiera de sus deseos.
- Pues deme agua- espeté tejiendo una sonrisa sarcástica-, no quiero probar lo que diablos sea la mandragora.
- Monsieur Hansen…
- Deje de llamarme por mi apellido, por Dios- interrumpí ásperamente.
Mi padre solía decirme que tratase de pasar inadvertido, que fuese tan solo otro espectador en este teatro al que llamamos vida.
No obstante, nací para actuar aunque no escuchase nunca los aplausos.
Era mi tercera noche en Valhalla y los problemas parecían estar decididos a perseguirme por los pasillos. Primero el chico de la playa y ahora los camareros de aquel dichoso salón, con su dichosa educación fingida y su dichosa obsesión por el consumo de la dichosa mandragora del demonio.
- Monsieur, disculpe las posibles molestias ocasionadas por mi compañero- rogó el maître acompasado por el desagradable movimiento de su papada.
- Relájese, todo saldrá bien- insistió una camarera.
- Es momento de desconectar, monsieur- dijo otra.
- Tome asiento y déjese llevar por el sabor de nuestra flor -sugirió otra llevando su mano a mi torso, - ya sea por gula o lujuria, pero coma monsieur Hansen. Disfrute de la eternidad.
Cuando quise darme cuenta estaba inmerso en el seductor susurro de las cinco camareras que me habían rodeado. Sus miradas tentadoras y sus palabras incitadoras erizaban mi piel. Su pudor se despojaba a medida que los centímetros entre nuestras pieles escapaban del irresistible movimiento de sus caderas.
No podía dejar de fijarme en sus cuellos, de visualizarme agarrándolos hasta hacerlas temblar.
Sabía con suficiencia que no necesitaría ninguna excusa para arrancarles la ropa, pero era demasiado fácil. Era la fantasía de cualquier hombre. Sin embargo, lo sencillo nunca conoció a mi interés. De hecho, la facilidad siempre me despertaba curiosidad por saber cuál era el motivo que la impulsaba. Desconocía el límite de aquellas camareras, quizá no lo tuvieran, pero algo buscaban y no era solo una valoración positiva en el buzón de recepción.
Sin pensar demasiado para no dejar que el apetito de ser comido me atará a esa silla, me zafé de las apretadas faldas blancas que lucían las camareras. Fue lo más racional, o al menos eso pensaba. Realmente, no sé si creo en el cielo, pero pienso que todos lo podemos acabar tocando.
- Lo hemos intentado, maître -musitó una de las camareras abrochándose la ceñida camisa.
- Este chico es estúpido, solo tenía que drogarse y cumplir sus fantasías. Podría haber sido como los otros, disfrutar sin recordar cuándo fue su primer día. Es una pena. Tenía un cuerpo… un cerebro… dios -hizo una pausa porque no dejaba de salivar-. Era material de calidad para los niños. Bueno, para todos.
- ¿Era?
- Sí, preparad todo para esta misma noche. Sin mandragora no sabrá cómo los otros, pero no podemos tener a ese idiota husmeando por aquí.
- Quiere que saque todos los platos, maître? Los cincuenta quiero decir, o prefiere que los niños sigan comiendo con las manos- preguntó otra de sus camareras.
- Guardad todos, hija mía. Esta noche lo haremos como marca la tradición. Traedme también a los huéspedes de la planta 12. Nadie de la familia puede quedarse con hambre hoy- sentenció
Pegajosa, la moqueta no dejaba de aferrarse a mis zapatos baratos según recorría los pasillos que conducían hasta mi habitación tras abandonar el indicio de macro-orgia. Siempre he sido curioso. Una de esas personas que escogen el camino más largo solo por descubrir, una de esas que se acaban exponiendo a las consecuencias de sus actos.
El último pasillo era muy estrecho. Estaba demasiado oscuro. Iba a encender la linterna de mi móvil cuando reparé en el tenue hilo de luz que salía de una de las habitaciones. La puerta estaba entreabierta. Traté de no hacer ruido, de no respirar. Estaba paralizado, pero la curiosidad me dio el empujón necesario. Con cada paso veía mejor lo que se encontraba tras la puerta. Era asqueroso. Estaba sudando pero no podía parar de acercarme. Los ruidos que escuchaba, el olor que de allí salía. Tragué saliva y me acabé por asomar. Ella estaba completamente desnuda. Las arrugas le delataban, no bajaba de los setenta. Atada de pies y manos contra una pared. Cerré los ojos un segundo, tal vez fueron más. Era repugnante. Casi un decena de hombres la rodeaban, estaban desnudos, cubiertos en algún tipo de potingue. Todos ellos llevaban una cabeza de caballo sobre los hombros. El olor a carne cruda me hizo replantearme si realmente mataron a esos caballos para utilizar sus cráneos. Ella tenía un bozal. Aún así gritar no le serviría de mucho pues todas las habitaciones estaban insonorizadas.
Ese lugar parecía estar diseñado para que deambulasen por él cada uno de los excesos. No importaba la edad solo el dinero y tener clara la fantasía a cumplir.
Esa isla estaba dispuesta a satisfacer todo tipo placer, también los más macabros.
Cuando quise darme cuenta estaba rodeado por cuatro sombras enormes. Desconocía a cuántos más les había pasado, pero sabía que yo solo sería el próximo.

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