Capítulo 4: El vacío de un corazón amado
- Fernando Fraile
- 28 nov 2021
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2022
Una plaga de tonos turquesas se adentraba delicada entre aquel bosque delatando a su paso a los opacos guijarros que parecían esconderse de la frialdad de sus corrientes. El agua dejaba entrever entre sus cristalinas cortinas la tranquilidad con la que bailaban los grisáceos lomos de las truchas. Como cualquier otro domingo, habría seguido encerrado en mi despacho escribiendo la penúltima crónica de la semana, pero aquella vez obedecí a mi madre. Al fin y al cabo, el plan del río tampoco sonaba tan mal.
Aún recuerdo el sol barnizando sigiloso nuestras pieles, las risas correteando entre los numerosos grupos de personas que allí se encontraban. Sin embargo, entre la muchedumbre y todas sus caras, una destacaba por encima de todas. Quizá no fuese la más guapa ni la más atractiva, pero la forma de contonear esa falda larga roja me embelesó.
Entre todos los kilómetros por los que se extendía tedioso el caudal, esa mujer decidió aparecer en el mío para acabar siendo la excepción a todas mis reglas.
Supongo que jamás necesité demasiado para ilusionarme, tampoco mucho para arrepentirme.
Tenía veinte años, la sensación de tener al mundo en mis manos y el anillo favorito de Midas en mi bolsillo. No pensé demasiado en ello, aunque todo el mundo objetara, quizá porque el pienso es comida para perros. Quizá porque después de ver a mi primer amor desnudándose delante mi padre temía que el tiempo, adicto a la monotonía, lo repitiera como quién anuncia otra hora más.
Pasaron apenas unas semanas, tal vez solo fueron días, cuando nos casamos. El problema no fue casarme pronto, el problema fue que Eros erró con sus arras, el problema fue que me casé mal.
Qué tontos nos vuelve el amor o, al menos, creer que estamos enamorados.
Me sentía como aquel tiburón sediento que creía que el océano le esperaba, pero solo porque aún no se había chocado con el borde de la pecera. Con el tiempo, su melódica risa se convirtió en un irritante graznido de gallina desplumada, su lunar en verruga, sus caricias en aguijón. Josefa Wetoret seguía amándome, pero a mí entonces hasta su nombre me parecía horrendo.

Primero tuvimos un hijo, luego otro y otro más. Tampoco los buscábamos, o eso creo, simplemente llegaban como un nuevo mes, como la sentencia del juez, como el fin a todo. Nuestra familia no dejaba de crecer, pero como el espacio, cuánto más lo hacía, más vacío estaba. Al final, fue el pato quién no quería nadar con los cisnes.
El eco del salón acabó por desterrar al entusiasmo con el que vivimos los primeros días, la pasión con la que pasamos las primeras noche. Aún busco al atracador que me robó la ilusión que tuve, el romance que estuve por tener. Pepita trató de darme el suyo, me entregó su corazón y tiempo, pero la cerradura del amor sólo tiene una forma y la mía hacía tiempo que se atascó. Al menos hasta el día que me crucé con ella, el día que, como el caballo de Troya, volví a sentirme por dentro humano.
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