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Capítulo 3: Un héroe distinto

Actualizado: 24 sept 2022

En esta despiadada época, Felipe IV, con el fin de mantener sus reinos unidos, tuvo un hijo con Mariana de Austria. Ambos pertenecían a la misma familia, por lo que la sangre no se vería renovada, sentenciando el físico del que sería el pequeño Carlos para el resto de sus días.


Su apariencia se asemejaba a la de una luciérnaga. A simple vista su aspecto era lamentable, más propio de un insecto que de un heredero al trono. Su frente grande y fina contrastaba con su curvada y puntiaguda barbilla. La pálida tez y sus pequeños ojos nos hacían vislumbrar a su cara como un vaso de leche en el cual trataban de sobrevivir dos minúsculas moscas. Sus labios hacían de su boca un laberinto del cual no parecía salir la saliva. Su nariz, deformada y única, complementaba su fealdad. Tenía el pelo largo y rubio como un león, pero el rey de la selva estaba desnutrido, flaco y débil.


Entre su decadente figura que parecía ser engendrada con ánimo de espantar pájaros, se encontraba un resplandor. Como en las luciérnagas, había algo en él que se iluminaba llegando a eclipsar incluso a sus defectos. Su inteligencia era desproporcionada, tenía un cerebro voraz a la hora de la tomar decisiones, las cuales siempre eran las más elocuentes y acertadas. Era un erudito con un increíble juicio y entendimiento de las situaciones. Tenía una inverosímil capacidad para obtener y aplicar sus conocimientos. Desde muy pequeño comenzaba a mostrar la madurez necesaria que la situación tan inestable en España necesitaba de un monarca.


Carlos II resultó ser desde muy pequeño el faro que iluminaba al barco en deriva entre la brumosa niebla. Sin embargo, no todo el mundo quería alcanzar tierra firme.




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