Capítulo 3: Oportunidades
- Fernando Fraile
- 20 feb 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 26 sept 2022
Dicen que las cosas que nos pasan no son buenas o malas, son nuestra reacción a ellas las que así lo determinan. Las consecuencias las marcamos nosotros con nuestra reacción. Sin embargo, yo era un periodista fracasado tras ser despedido de la cabecera más laureada del país.
De hecho, acababa de tocar fondo. Ni si quiera el orgullo se dignó a aparecer cuando estaba enterrando a mi autoestima.
Pese a tratar de mostrar en todo momento entereza, esa solidez canónicamente exigida, en la penumbra de mi mente escondía cauteloso la necesaria sed de amor. Apenas un abrazo que me liberara, un cálido abrazo que inesperadamente me cambiase la noche, quizá la vida. Sin embargo, Kate se había ido con aquel tipo que le «daba estabilidad». Se llevó a mis hijos y con ellos la poca herencia que les pude dar: el rubio natural y la idea de que nunca es demasiado tarde.
Estaba allí, en ese vertedero de recuerdos al que solía llamar hogar, tirado en la cama desde hacía quién sabe cuánto. Entonces apareció una nueva oportunidad para volver a ser, para volver a vivir. Las noticias que aparecían en mi antiguo televisor tenían que ser una señal. Fue la sensación. Debía ir a esa isla y tenía que hacerlo rápido. Al fin y al cabo no todos los días aparece un náufrago diciendo que existe una isla en la que todo es posible.
Tres semanas después, gracias a la influencia de Axel y el hueco que pudo encontrar en su apretada agenda, ahí estaba: apoyado en la barandilla de la terraza, mirando al mar, ansioso por descubrir la exclusiva. Una exclusiva que me haría encontrar todo aquello que un día fui, aunque Axel se empeñase en convencerme de que esa isla era una fantasía. Debo admitir que casi le llegué a creer. Un “casi”, una sospecha, que me salvó. Bueno, más bien, “casi” y si no que le pregunten al trozo de carne desmembrado en el que se convirtió mi brazo.
Nunca había disfrutado de unas vacaciones, tampoco lo haría aquella vez. No obstante, agarrar la toalla y bajar a la playa con el bañador más colorido era casi una obligación.
- Siento que no vaya a poder estar demasiado tiempo contigo- susurró. Los ojos tristes de Axel acompasaban su melódica disculpa.
- No te preocupes, chico empresario. Creo que que sabré atarme los cordones solo, si tú no estás- le golpeé cariñoso el hombro -. Cámbiate y vente conmigo a la playa.
- Creía que estabas “trabajando”- sus dedos entrecomillaban sarcásticamente mis ganas por disfrutar, aunque solo fuese un instante, de aquel paraíso.
- Ya sabes, un poquito de trabajo de campo con tu amigo y reportero. He oído que las olas traman algo…
- Está bien pero no te acostumbres.
- Exclusiva- cambié el tono a uno más grave e intrigante - el afamado señor de los negocios no es tan seco como parece ¿genio del engaño? ¿ilusionista natural?…
- Cada día más gracioso, Eider. ¡Ah! y de nada por conseguirte habitación en la isla más exclusiva del Pacífico.
Una plaga de tonos turquesas se adentraba entre la fina arena de aquella playa dejando entrever entre sus cristalinas cortinas la tranquilidad con la que bailaban los peces. La suave marea mecía las colchonetas, el sol barnizaba sigiloso nuestras pieles y las risas correteaban entre los numerosos grupos de personas que allí se encontraban.
Todos eran jóvenes, no rebasaban la treintena y tenían ganas de más. Sedientos de alcohol, de drogas, de sexo, de destrozarse el hígado, de vomitar, de tropezar, pero nunca de morir. Qué lejana se cree ver pero que cerca se siente. Entre ese laberinto de botellas vacías impregnado por el inconfundible aroma del exceso pocos sabían que el destino les había encadenado a la perdición, pero a nadie le parece importar el futuro si tiene un chupito de tequila en la mano.
Entre la muchedumbre y todas sus caras, una destacaba por encima de todas. De todos los kilómetros por los que se extendía tediosa la playa, esa mujer decidió aparecer en el mío para acabar siendo la excepción a todas mis reglas.

Un amor corto, como aquellos de verano, solo que quizá ella no sentía lo mismo. Nunca lo sabré pues, pese a respetarlo, nunca he creído en qué los muertos se pudiesen comunicar con los vivos. Menos aquellos despedazados.
Parecía el típico actor de segunda ante el tópico de una cámara tan lenta como la música para realzar la silueta del amor de su vida. Esta vez no había guión, tampoco lo había tenido nunca.
Varados, como cachalotes en celo, un grupo de jóvenes comenzó a increparla. El lento ritmo de sus tímidos pasos se veía interrumpido por las muecas, tan musculosas como artificiales, de aquel ritual de apareamiento. Entonces, uno le agarró del brazo. Impetuoso, el acelerado latido de mi corazón me empujó a intervenir. Nunca había creído en el amor a primera vista, pero tampoco iba a ser tan estúpido como para dejarlo escapar.
- ¡Dejadla en paz!- lo grité tan alto que media playa se enmudeció expectante.
El que parecía ser el líder de la manada se levantó, apartó con arrogancia la arena que decoraba su bañador ceñido y se encaminó a mi posición musitando:
- ¿Quieres problema, rubito?
- Yo no busco problemas. Los problemas viene solos.
En ese momento no me importaba su elevada altura ni sus bíceps de gimnasio, sólo que el primer golpe no fuese suyo. Tampoco el último.
- Pídele disculpas.
- ¿Y si no qué? ¿Vas a llorar?- intentó intimidarme al empujarme con su pecho.
Vehemente, sin apartarle la mirada, pegué mi frente contra la suya. Estaba dispuesto a encajarle el puñetazo del que no se olvidaría su mandíbula. Nunca he sido violento pero a veces la justicia debe imponerse.
- Parad de una vez- la melódica de voz de aquella chica me dejó absorto-. Gracias, en serio, pero no quiero que te pase nada por mi culpa.
Su mirada sincera fue la flauta que tranquilizó mi ímpetu. Cada una de sus palabras parecía dar aún más sentido a mi presencia en esa isla. Según la miraba incrédulo, sentí el latigazo que me acabaría desplomando. El sucio sabor de la arena me despertó. Al abrir mis ojos ningún curioso nos rodeaba, o al menos no le presté atención.
Tan solo tenía ojos para ella, para su hoyuelo, para el verde su iris, el carmín de su sonrisa. Me besó la mejilla y apresurada trató de huir de la escena del crimen en la que el único herido había sido mi orgullo.
- Al menos dime tu nombre- exhalé con las pocas fuerzas que me quedaban.
- Me llamo Calíope.
Iluso, sonreí. A fin de cuentas, aún no me habían atado en una mesa con un hacha acercándose a mi cuerpo.
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