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Capítulo 3: La cerilla de nuestra conciencia


Las manillas del reloj marcaban las diez y, como cada noche de jueves, llegaba tarde. El monótono e incesante latido del segundero volvía a pisar las mismas huellas que hacía no demasiado había hundido en su camino burlándose de mi forzosa celeridad. Había prometido a Ventura y Bretón que aquella vez no me retrasaría, pero no tenía culpa de que mi camisa hubiese decidido traviesa esconderse en el cuarto de invitados.


Esa misma mañana el delicioso sonido de la lluvia estuvo ambientando mi día de limpieza. Lo que no sabía es que las dichosas gotas que curiosas recorrieron mi ventana iban a acabar empapando el inmaculado traje que tanto tiempo había tardado en planchar. No quería llegar tarde, pero fue causalidad que no casualidad, pues esta última es el consúelo de los perdedores. Al fin y al cabo, el charco no tuvo la culpa, más bien fueron las prisas que me arrastraron hacia él.


Según avanzaba por el callejón, puede distinguir el resplandor del mejor café de la capital. El número 89 de la calle Príncipe hospedaba al opulento cuero de sus asientos, a la energía de sus visitantes.


Entre ellos, bajo la ténue danza de las luciérnagas de cristal, nosotros.

Solíamos llamar a nuestras reuniones El Parnasillo, precisamente porque así lo hacía saber el cartel del lugar. No recuerdo bien si fue Ortiz o Bautista quien nos enseñó el sitio, pero siempre me había gustado. Aún más el nombre, ya que hacíamos del insulto poesía.




Por aquel entonces, había publicado ya cinco números de El duende satírico del día. Así, emprendí la senda que me llevó a ser el periodista irónico y jovial que un día fui, que al siguiente me hizo mordaz y al tercer día acabó por consumir mi vitalidad. No obstante, siempre lo tuve claro: costumbres y absolutismo son lo mismo.

No recuerdo con certeza si estaba apoyado en la barra o reclinado en la última mesa, aquella desde la que se vigilaba todo el bar, aquella que nos pertenecía. Sin embargo, lo que aún recuerdo con claridad es que cuando me giré, con la altura que tenía, pensé que me hablaría en élfico.


- ¿Sabes quién narices soy, niñato? - bramó una ronca voz a mi espalda.


- No pregunte y no le mentiré. Tengo 19 años y, al parecer, más educación que usted. No se ponga nervioso, señor…


- Carnenero. José María Carnenero, director del Correo Literario y Mercantil. Voy a hundirte Larra, no eres nadie. Sería un halago llamar pésimas a tus gacetuchas.


Sus amenazas al menos no estaban infundadas. Tal vez me propasé un poquito días antes con su corrupto medio de hipócritas más centrados en limpiar aseos monárquicos con sus sucias lenguas bífidas que en escribir.

- No cuestione mi servicio social, señor Carnerero. Solo Dios puede juzgarme y ni siquiera sé si existe. Además, no soy un vampiro, no me eche su aliento de ajo. Espero que tenga buena noche, gracias.


- Acudiré a las autoridades y prohibirán tus textos. Acabas de nacer, no vas a reírte de mí ni del sistema -insistían las repugnantes arrugas de su boca mientras trataba de alejarme.


- Muy bien, hágalo, gane este combate que yo saldré victorioso de la guerra. No engaña usted a nadie -volví a situarme desafiante a centímetros señalándole con mi dedo acusador-. La verdadera batalla es aquella que tenemos con nosotros mismo y usted hace años que la está perdiendo. Y grite, grite todo lo que quiera para hacerse oír, que yo susurraré para haceros callar. No importa si como Duende o Larra, me reiré de usted y de su fastidioso sistema.


Aún sonrío al recordar nuestra disputa. Quizá no vencí al sistema, pero enmudecí a una de sus bases, la silencié delante de todos. Aunque días después censurasen mi publicación, aquel muchacho ilusionado que empezaba a escribir quería más.

No iba a importar cuántas veces me prohibiesen sino cuántas otras volvería con la rabia entre mis muelas. Aquel día nació una mecha, aquel día decidí incendiar el panorama español.


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