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Capítulo 2: Lujosa miseria

Actualizado: 24 sept 2022

El destino de España pendía de un hilo sostenido por cada extremo entre Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico, las principales potencias sobre las cuales se fundamentaba la guerra. Mientras, nuestro país se encontraba sumergido en una bancarrota prolongada desde el siglo XVI. Desde el afortunado descubrimiento de América, la nación hispana invirtió desmesuradamente en su explotación, con el fin de proporcionar materias a una nobleza cada día más selecta.


La sociedad de España era entonces un molino vetusto con primorosas aspas de oro y marfil. La gran parte de la comunidad formaba los arenosos ladrillos sobre los cuales se construía. Estos, se dedicaban normalmente a trabajar el campo con herramientas arcaicas, sin afán de conseguir excedente o beneficio, sino tan solo poder sobrevivir. Entretanto, las lujosas aspas representan a la nobleza. Esta, tan solo era aparencia ornamental y no se esforzaba en la producción ni en el sustento de la economía. Todo ello ligado por el clero, que a su vez, también era privilegiado. La religión aseguraba mantener el sistema unido: trabajadores en pésimas condiciones explotados mientras la nobleza disfrutaba de su estancia en las áridas y polvorosas tierras de España.


La religión no era más que un espejismo de falsas amenazas protagonizada por dioses, que lejos de ser omnipresentes e incluso reales, mantenían funcionando a los engranajes de la sociedad a partir de mentalidades casadas con la mentira.


Por una parte, los incansables campesinos se levantaban antes que la misma madrugada, enfilando somnolientos el campo. Cuando los primeros rayos de sol se colaban entre las abruptas montañas del horizonte, los trabajadores no podían ser vistos, ya que su oscura tez teñida por el sol, les hacía camuflarse entre los terrones. La tierra resultaba ser una prolongación de su cuerpo y alma, incluso más cuidada que su propia integridad. Sudor y sangre regando los cultivos con tal de obtener su ansiado tesoro, la cosecha. Y es que esta determinará su supervivencia: otro día con pan para alimentar, otro día más que a la muerte consigo evitar.


Por otra parte, los nobles consentidos se levantaban entre sus delicadas sábanas de exótico textil enfilando alegres su desayuno servido en pulcra porcelana. Entre sus alimentos destacaba el cacao, entre sus obligaciones descansar. A lo largo del día, sus caras pálidas no recibirían la hostil visita del sol y por la noche, gozaban de sus ociosos y exquisitos banquetes. Otro día con lujos con los que disfrutar, otro día sin preocuparme por la realidad.



No obstante la hipocresía no se remitía tan solo a las escalas sociales, de hecho, políticamente la mojigatería alcanzaba su punto álgido. El control del país que suponía ser el individuo con más poder de la nación, se veía influenciado por una red de intereses personales.

El ser humano es egoísta por naturaleza y por ello tiende a buscar su beneficio propio en cada acción realizada. Además, las personas siempre quieren más. Nuestra conducta nos hace no conformarnos con un trozo del pastel, lo queremos todo.

Teniendo en cuenta las inclinaciones primarias de las personas por abarcar siempre más, el palacio era la localización indicada en la que todo este carácter se veía expuesto. Como si de una competición de cuerda se tratara, dos bandos empujaban de sus extremos con intención de tirar al fango a su adversario. Por una parte, el rey y sus consejeros reales. Por la otra, el clero y nobleza que velaban por sus privilegios. Dentro de esta contienda sin límites, en la cual hasta la muerte tenía cabida, un nuevo personaje había aparecido en escena desde el último siglo, el valido.

Este último sujeto no pertenecía claramente a ninguna facción. Originariamente, debía formar parte de la corona y ayudar así en su empuje. Sin embargo, pese a situarse en ese lado de la cuerda, muchas veces estaba siendo controlado por el estamento privilegiado. La marioneta podría apuñalar por la espalda a los miembros de su bando y decantar así la balanza.

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