Capítulo 2: El tiempo sin espacio
- Fernando Fraile
- 13 feb 2022
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 26 sept 2022
Dicen que el tiempo es relativo, nadie llega tarde pues el destino es siempre puntual a su cita. Sin embargo, el día de mi llegada las prisas no dejaban de tirarme de la correa. Tal vez fuese ese el motivo, o la excusa, por el que no reparé en que alguien o algo estaba mirándome. Por aquel entonces solo una sombra, pero una sombra que me acabaría marcando de por vida.
Las directrices de Axel fueron muy claras: «no pierdas tiempo, este sitio es muy exclusivo así que registraste lo más rápido que puedas». Me pregunto cómo es posible que desde una corbata se emane tanta autoridad casi implícita. Ha sido una persona imprescindible en mi vida desde que derramó su gin tonic encima de lo que iba a ser uno de mis artículos más leídos. El completo idiota acabaría siendo el hermano que nunca tuve.
Se trataba de una isla muy selecta entre cuyos senderos de fina arena solo podrían caminar los afortunados pies de unos pocos. Me sentía como un mohoso espantapájaros, roído por el paseo monótono e incesante de las agujas del reloj, entre las pálidas teces de solteros adinerados dispuestos a gastar malcriadamente la fortuna de una familia casi inexistente para su arrogancia.
Para algunos, el mejor verano posible. Para otros, el recuerdo más sangriento de su vida que, sin embargo, me sigue haciendo sonreír.
Preso por las prisas, ante la atenta mirada de las palmeras que presidían el hotel y la de aquellas promesas incumplidas por mi tardanza, atravesé la puerta giratoria con la que hasta los más formales han disfrutado. Miré hacia todo ángulo abandonado en busca de alguna cara conocida, pero no sirvió de nada. «Así que esto sienten los que siempre llegan pronto» supuse desolado.
Quizá adore llegar tarde por la inseguridad que surge de la espera. Quizá consciente de ello, Axel decidió retrasarse para no estar, como tantas otras veces, llamándome mientras simulo estar cerca. Quizá el impaciente sea yo.
El oro ejercía su dominio tiránico sobre la gama cromática de la sala, imponiéndose severo a la fascinación de todos los presentes. Unos tonos que parecían ser tapizados por el mismísimo dios del Sol.
- Perdone señor, ¿se ha perdido? - inquirió una curiosa voz.
- Puede que haya perdido la noción, no tiempo.
Al girarme, su melódica risa solo me daba más motivos para creer en el destino, tan puntual a su cita.
- Bienvenido al Grand Eden Ra, ¿usted es…?
- Hansen. Eider Hansen -me presenté formal, probablemente demasiado, empinando la punta de mis pies por inercia.
- ¡Ah! Estábamos esperándole, señor Hansen. No siempre tenemos periodistas entre nuestros aposentos- su sonrisa parecía calmar la celeridad que había llevado hasta el momento.
- ¿Aposentos? - bromeé- puede que sea pálido pero que no le confunda el azul de mis venas.
- Habitación 801 y recuerde, señor Hansen, Valhalla es eterno.
Fue un cierre un tanto tajante. Brusco, como el beso agonizante del vaso contra el suelo, pero esta vez era mi cara de inocente la que se hacía añicos.
El tiempo es aún más efímero de lo que pensamos, pero seguimos consumiéndolo cómo adictos a perder.
Estaba ahí, sentado en la butaca que desde mi entrada en el hall parecía tener grabadas mis iniciales, mientras el minutero volvía a pisar las mismas huellas que hace no demasiado había hundido en su camino. Sin hacer nada, o al menos aparentándolo.
Reparé en algo, por un momento, curioso; por dos, pertubador. En esa sala no había ni un solo reloj, tampoco en el resto de estancias que recorrí durante la espera. Desde mi llegada a la isla, no había dejado de apresurarme para llegar a una hora que, entonces, parecía no existir. Tal vez, impasible, como en su cuadro, Crono había devorado la infinitud del tiempo de aquel lugar junto a las despellejadas extremidades tan abrasantemente sangrientas de sus hijos. Al fin y al cabo, «Valhalla es eterno».
En el ambiente se respiraba un frescor distinto. Las personas que llegaban eran en su mayoría jóvenes, pero también había un intrigante sector irradiando tanta testosterona como arrugas. Sea como fuere, todos los turistas llegaban solos. Alegres, despreocupados, con ganas de fiesta pero, solos. Ese lugar parecía ser el baúl de las pasiones y de no serlo, mi intuición se habría sentido vulgarmente insultada. Quizá fuese ese el motivo por el que solos unos pocos podían acceder a Valhalla, para perder su tiempo o al menos olvidarlo.
Sus zapatos impolutos acariciaron la moqueta según el empalagoso olor de su perfume impregnaba la curiosidad de los allí presentes. Caminaba distinguido, haciendo notar el elevado precio de su corte de pelo y la exclusividad de su corbata roja. Axel me agarró de la mano:
- Siento la tardanza, Eider. Tuve que saludar a algunos amigos de camino al hotel. Créeme, no he tenido tiempo para llegar antes.
- Tranquilo, en este sitio parece que el tiempo no quiere aparecer.
Mientras nos dirigíamos al ascensor pude distinguir la fingida simpatía de la recepcionista, pero esta vez su mueca no era tan hipócritamente risueña. Se pegó el auricular a su boca y susurró:
- Sí, ha pasado casi un mes. Espero que él nos sea útil. Los últimos fueron una decepción para todos y los niños no podrán aguantar mucho más- acto seguido, colgó.

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