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Capítulo 1: Soledad que bonito nombre tienes

Actualizado: 26 sept 2022

Sabemos que no somos cómo queremos hacer ver qué somos, pero, ¿somos realmente cómo creemos ser? Nunca me había planteado tener barba, huir descalzo en mitad de la noche ni matar, pero seguramente lo habría hecho por sobrevivir. Al fin y al cabo, esa noche todo sucedió demasiado rápido y yo solo trataba de correr sin pensar demasiado en mi brazo mutilado.


Había madrugado más que de costumbre y me encontraba en aquel dichoso barco solo, por variar, feliz, por momentos. Miraba la inmensidad del mar, atento, con los ojos de un niño ante las lecciones de su padre solo que esta vez eran las olas mis maestras. Sentía como el coloso azul quería mostrarnos con sus bramidos fulgurantes su poder pero también la brevedad del mismo. Porque todos lo buscamos, porque todos lo acabamos perdiendo.


Tras la marcha de Kate y los niños me encontraba más solo de lo que esperaba. Siempre he pensado que nacemos y morimos solos, rodeándonos de personas para sentirnos queridos y alimentar las famélicas fauces de nuestro ego. Un ego que siempre quiere más. No le basta con un trozo del pastel, lo quiere todo. Pero ahora tenía miedo. Desde la popa de aquel barco repleto de las ilusiones y esperanzas de los turistas, me asustaba más el hecho de sentirme solo a estarlo ciertamente.


De hecho, por suerte o por desgracia, siempre solía estar solo. Desde que mis padres fallecieron, desde que sus caricias dejaron de ser cálidas, siempre he tenido esa sensación. La sensación de que la soledad me eligió para cuidarme.

Cuando la isla entró en escena un rebaño de pasajeros asaltó al solitario abrigo descolorido en el que se había convertido lo que un día fue mi indumentaria de trotamundos. Incluso mi sombra huyó cuando los metódicos clics trataban de inmortalizar la tan codiciada foto con la que alcanzar una elevada cifra de me gusta, aunque realmente ni guste. Un cifra que nunca es suficiente.



Aún recuerdo mi llegada a lo que se hacía llamar Valhalla. Ante mis ojos el producto de la minuciosidad humana y la volatilidad natural. Las meticulosas mentes trazando en el plano cada uno de los centímetros de los ostentosos edificios que monopolizaban el paraíso insular para poder discernir aquello que no se puede controlar.


Los arquitectos jugaron a ser eternos con sus rascacielos. Los dos gigantes de cemento eran tan parecidos como dispares, vestidos de espejos para tratar de ocultarse de los curiosos turistas, para ocultar sus secretos.


Según avanzaba lentamente el barco, ese ritmo pausado e infernal que tanto odiaba, la brisa que suavemente mecía las cada vez más nítidas aguas parecía transformarse en un susurro. Un requiem pronunciado por los mismísimos dioses que a partir de casualidades o simple destino formaron esa isla de ensueño. Parecía que se atemorizaban de su propia creación.


En ese momento aún no sabía por qué me temblaban las piernas pero tenía miedo. Joder, tenía mucho miedo. Me asustaba más el hecho de no saber formular las preguntas que escuchar la respuesta.


Al fin y al cabo, por eso dejé lo poco que tenía y acabé allí.

Suspiré. No estaba listo, pero tenía que salir de aquel barco. En mi mente retumbaban las palabras que alentaban unas fuerzas hasta entonces desconocidas en mi interior y que hacían de cada paso uno más seguro: “es tu momento, Eider”.



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