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Capítulo 1: El cálido susurro de la soledad

Dicen que la soledad es aquello que nadie busca, sin embargo, es dónde más cómodo me siento. El gélido tacto del rechazo confeccionó meticuloso las primeras experiencias de un niño aún ingenuo, las segundas también.


No obstante, supongo que para ser más listo que el hambre antes hay que pasarlo.

Todavía recuerdo a Bigotitos, un simple osito de peluche que hacía de mis mañanas unas más llevaderas, de mis noches unas más dulces. Recuerdo la ternura con la que me miraban sus dos botones azul marino, las conversaciones sordas, su esponjosa barriga añil. Supongo que por eso le quería tanto, incluso más que a muchos de mis familiares, porque era diferente al resto de peluches, porque era como yo.


Cuando partimos apresurados hacia Burdeos, Mariano gritó vehementemente mi nombre justo después de reventar la puerta contra el carruaje. A diferencia de las estremecidas astillas, pude refugiarme en los apáticos brazos de mi madre. Un refugio que acabaría siendo mi perdición, pero aún no lo sabía, como también desconocía que realmente huíamos de Madrid. Sin embargo, lo que si sabía es que Bigotitos estaba allí, esperándome en aquel sofá. Supongo que con él perdí algo más que un amigo, perdí la infancia que nunca tuve.


Mariano trabajaba como cirujano militar en el ejército de José Bonaparte, aunque por aquel entonces yo pensaba que era mago. Mi padre portaba siempre una maleta gigantesca que le acompañaba fiel a todos los lugares. Solía pensar que en ella guardaba varitas, pues solo la magia podría sanar a sus pacientes. Con el tiempo aprendí que en realidad era ciencia, que mi padre era afrancesado. Sus ideales fueron su mayor herencia, también su nombre. Eso fue todo. Siempre he tenido esa sensación. La sensación de que mis padres pudieron haber hecho más, de que la soledad me eligió para cuidarme.


Con apenas cuatro años, las caricias dejaron de ser cariñosas. Los muros del internado eran ásperos, sórdidos, destructivos. Admiro a la gente que se adapta a las sombras, pero yo crecí en ellas. Ignoraba la lengua francesa, pero imposible desconocer el idioma del contacto, el ardor del puño visitando la crudeza del pómulo cada noche.


Apenas había aprendido a montar en bicicleta, pero aprendí a defender mis ideales por delante de todo, incluso de mi propia integridad.

Desde entonces no volví a temer al dolor porque había nacido a mi lado.




Debo confesar que mi fuerte nunca ha sido hacer las cosas bien sino sobrevivir cuando las hacía mal. Escribir fue mi salvavidas cuando los bramidos fulgurantes de aquel mar al que llamamos vida intentaban hundirme. Y es que los golpes pican, pero las palabras duelen más.


La literatura pulió mis ideas, me hizo ser sin haber sido. Cuando abandoné mi segundo internado, esta vez en París, pensaba como un adulto, actuaba como un adulto. Sólo tenía nueve años.


Francia fue, por destino o casualidad, el catalizador de mi propio ser. Cualquiera puede hablar, pero desde entonces yo tenía razones para hacerlo. Quizá por ello, aunque escribiese letras, las ideas desbordaban sus márgenes. Aprendí a ser feliz sin poderlo. Al fin y al cabo, aún no tenía una pistola apuntándome a la cabeza.


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