Capítulo 5: El doloroso gemido del silencio
- Fernando Fraile
- 5 dic 2021
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2022
Me repugnaba el tabaco, pero aún mas el hecho de poder haber sucumbido a esos murmullos de sirena consumiéndose entre el humo que dictaba su muerte en forma de ceniza. Quizá fue ese el motivo o la excusa, por la que no quería volver a escuchar la voz ronca de Josefa pidiéndome agua después de toser como un rinoceronte leproso.
Sea como fuere, estaba harto, tal vez demasiado, así que salí a deambular aunque sólo fuese para encontrar algún motivo. Cinco calles y tres saludos más tarde lo encontré, o más bien, me encontró a mí.
Parecía el típico actor de segunda ante el tópico de una cámara tan lenta como la música para realzar la silueta del amor de su vida. Esta vez no había guión, tampoco lo había tenido nunca.
Solía repetirme qué es mejor ir sin expectativas para que luego todo sorprendiera, pero en cuanto se tropezó conmigo, derramándome su Bourbon en la camisa que mi esposa me había regalado, supe que era ella y ninguna más.
Nunca había creído en el amor a primera vista, pero tampoco iba a ser tan estúpido como para dejarlo escapar.
Tal vez me enamoraron sus tiernas disculpas, tal vez fueron sus labios. Eso labios tan laberinto del que, horas después, no quería salir. Tampoco pude. Al fin y al cabo, nos quedamos encerrados en los baños de aquel bar siendo mejores desconocidos.
Su amor me vino sin instrucciones y con un anillo de compromiso. Dolores estaba casada, yo también. Aún así, nadie sabe qué hace el sol cuando cruza poniente. En ocasiones eran reuniones muy importantes. En otras, cenas en la redacción para cuadrar el semanario. No importaba la disculpa, solo quería terminar la noche con un filete a la brasa y su cuello a mis besos. Aunque, en esas noches, hacíamos de todo menos acabar. Tal vez fuese arriesgado, pero antes de conocer el fuego alguien se tuvo que quemar.
En cada beso, en cada caricia, la obsesión nos agarraba de la cintura. No importaba si fuese en su casa, en la mía, en la de su esposo o mi esposa, la señorita Armijo siempre me tuvo con ojitos de lobo aullando a sus lunares. Si era un sueño, no quería despertarme y si lo hacía, que fuera su lado.

Aún así lo intuía, sabía que estaba allí, esperando para destrozarme, pero no sabía cuando. Solo fue un silencio, el silencio que precedió a mi mirada marchita, a mi corazón descompasado. Un cierre tajante, brusco, como el beso agonizante del vaso contra el suelo, pero esta vez era mi cara de inocente la que se hacía añicos.
Solo le había advertido que si me había dado a probar, debía dejarme repetir. Era algo obvio, incluso ético, aunque no era el más indicado para hablar de moralidad por entonces. Ella tampoco. Sin embargo, Dolores recogió sus cosas, se ajustó el corsé y salió de la habitación de la mano del silencio. No volví a saber nada más de ella, de la felicidad tampoco.
Comments