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Capítulo 2: Amor a ratos rotos

El silencio recorría sigiloso los adormecidos callejones tratando de atrapar a los últimos segundos de penumbra según huían de las primeras caricias del sol. Las vetustas ramas de aquel olmo viejo que tantas mañanas obvié, que tantas noches me aconsejó, parecían también querer despedirse. Fueron seis años percibiendo inconscientemente desde mi ventana como el tiempo agrietaba su tronco, como la primavera decoraba de esmeraldas sus brazos, como el estío osado desnudaba su cuerpo.


Respiré como si fuera la última vez que fuese a hacerlo.

No sabía donde íbamos, pero estaba seguro de que no sería como Madrid. Tras la amnistía decretada por ese rey que prefiero ni mencionar, regresamos de Francia. Sin embargo, la estabilidad pareció no querer visitarme en aquella céntrica calle de la capital, tampoco lo haría en Valladolid, tampoco lo hizo el día que la estúpida persona, que derramó en mi pecho su Bourbon, acabó siendo el amor de mi vida.

Llegué a conocer torturas menos desgarradoras que aquella Universidad. No había derecho a soportar tales calvarios en forma de requiem pronunciado por un ser más cercano al inframundo que a la vida. En realidad, si que lo había. De hecho, la carrera se denominaba derecho aunque no hiciese sino vulnerarlos. Aún recuerdo las tétricas ojeras de mi profesor de leyes jactándose de la Constitución fallida según los bostezos se disimulaban a coro.

No aprendí nada en ese lugar, al menos no de esos hipócritas embadurnados por el polvo de los libros de los que alardeaban, pero que nunca llegaron a leer.



Creía fervientemente en la educación, pero ese dichoso país absolutista solo rellenaba mentes huecas con enseñanzas vacías. Y entre todas, derecho era la carrera que más detestaba. Aún las arcadas saludan a mi campanilla cada vez que articulo su nombre.Las leyes nos limitan, nos imponen un techo que, justo o no, merma la escasa decisión que tenemos. Apoyo las normas, no su naturaleza inexorable. Por eso, el pueblo aceptaba todo sin cuestionarlo, por estar registrado en un código. Por eso, dejé derecho y acabé criticando al sistema. Mi primer amor también lo hacía.

Dicen que para gustos los colores, sin embargo, nunca supe distinguir el de sus iris. Seguramente, habría sido mi color favorito porque mi persona ya lo era.

Valeria era mayor, tendría unos treinta, el doble que yo. Nunca se lo pregunté, tampoco quería saberlo. Su voz me hizo querer, sus ideas amar. Recuerdo con cariño la primera vez que coincidí con la señorita Sánchez. No tanto la última. Tan solo estaba sentado en uno de aquellos banco de piedra del patio de la universidad. Bueno más bien asestando con la mirada al decrépito profesor de las ojeras.

Entonces, ella apareció. Valeria estaba recriminando, precisamente, a la persona que más me enervaba como estudiante. En ese momento incluso Medusa se habría quedado de piedra.

Cada tarde después de clase corría apresurado hasta el café de la esquina con la ilusión del niño que aún era.

La que fuese pasante de mi grado siempre me esperaba allí con esa fragancia a jazmín que tanto me cautivaba. Quizá ella no lo sabía, pero estaba vendiendo esperanzas en un mundo de ilusos. Me estaba enamorando.

Pasamos un mes así, tal vez fueron más. Entonces lo hice, después de estar ahorrando puntual, compré las flores más bonitas de la tienda. Sin embargo, ella no estaba allí, en el sitio de siempre, en nuestro sitio. Volví a casa melancólico con las lágrimas de bufanda, pero fue aún peor hacerlo. El busto desnudo de Valeria contra el pecho de mi padre hizo de mi estómago un nudo que se ceñiría en mi garganta como soga.


Aprendí que no hay amor para aquel que lo mendiga, que el dolor puede ser físico, pero las verdaderas cicatrices no lo son. Ella fue mi primer amor, la amante de mi padre, la primera bala de la pistola que acabaría por empuñar.


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